lunes, 8 de junio de 2020
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Confinamiento por coronavirus: Semana 12 - Videojuegos

Durante este encierro de varias semanas, una de las formas de ocio que más han servido para matar las horas muertas han sido los videojuegos. Más allá del chiste de que los frikis de los juegos online todavía no se han enterado de que estamos en Estado de Alarma, ya que su vida no ha cambiado, estoy seguro de que muchísima gente ha multiplicado sus horas dedicadas a los videojuegos, ya sea en ordenador, móvil o consola.

Como yo no soy excepción a esta regla, voy a aprovechar la ocasión para recordar algunos de los videojuegos que más he disfrutado, terminando con una reflexión de por qué miro con cierta desconfianza a los juegos actuales.

Nunca fui de visitar salas de juegos o "arcades", y tampoco tuve contacto con consolas de ningún tipo, de forma que mis primeros contactos con videojuegos se remontan unas tres décadas y están protagonizados por lo que llamábamos "maquinitas". Con el tamaño aproximado de un móvil actual y una pequeña pantalla monocromo de unos 7x5 cm, con unos píxeles del tamaño de un grano de sal gruesa, cada uno de estos aparatejos permitían jugar a un único juego. La mayoría eran de plataformas o de lucha. Yo tuve una de ranas que tenían que cruzar un charco saltando de hoja en hoja, que cada vez se movían más rápido. Creo que no se guardaban partidas ni puntuaciones, pero era divertido. El milagro es que no haya salido una generación entera miope por culpa de esos cacharros.

Pantallazo del Quake III Arena

Poco después llegaron las Game Boy, que eran como las maquinitas pero más grandes y pesadas. La ventaja era que permitían cambiar el cartucho y jugar a varios juegos, aparte de que se podían guardar partidas o puntuaciones máximas. Mi hermano tuvo una Game Boy y yo por supuesto se la tomaba prestada. El único juego que recuerdo se llamaba Sneaky Snakes y consistía en mover unos gusanos que cada vez eran más grandes. Un juego atroz que no permitía guardar partida, de forma que para llegar al punto donde había perdido la vez anterior tenía que pasar una hora o más jugando. Para volver a perder en el mismo punto. Imagínate jugar más de una hora sin pausa, sabiendo que cualquier despiste daría al traste con el esfuerzo. Si las maquinitas nos dejaron miopes, estas experiencias de segunda generación nos forjaron nervios de acero.

El siguiente salto de calidad, más que un salto, fue un vuelo sin motor. Un amigo tenía un 286 con monitor monocromo en el que eché algunas partidas a un juego llamado Gorillas que venía en QuickBasic y había que compilarlo cada vez que se quería jugar. Algo más tarde, otro amigo compró un 486 DX2 y pasábamos tardes enteras jugando al PC Fútbol por turnos, esperando pacientemente a que saliera a venta Mijatovic.

Mi primer PC fue un Pentium 100 con 16 Mb de RAM y un monitor de 15'' que pesaba un quintal. Con este maquinón probé las mieles de grandes clásicos como el Doom y el Doom II, el Warcraft y el Warcraft II, y algún otro. Los que verdaderamente disfruté, y a los que dediqué muchas horas hasta que logré terminarlos, fueron el Quake y el Starcraft, con su ampliación Brood War. Estos fueron, además, lo primeros juegos que probé en red con amigos. Y cuando digo "en red" me refiero a una red local en la cocina con cable coaxial y resistencias terminadoras, o a conexiones por puerto serie RS-232, o más adelante a un revolucionario Hub de 8 puertos a 10 Mbps. En aquel entonces el único internet que conocíamos era la redecilla de los bañadores que usábamos en verano.

En esos años también me gustaban los juegos de rol, con joyas como Baldur's Gate y Baldur's Gate II, y más tarde el Neverwinter Nights, así como juegos míticos como el Diablo y el Diablo II. Sin embargo, lo que más me gustaba era jugar a shooters en primera persona. Del Doom II y el Quake ya hablé, y el Unreal me lo salto porque nunca me entusiasmó, pero por encima de todos ellos había un juegazo, probablemente el programa informático al que más tiempo he dedicado en mi vida hasta estos años de Chrome y Excel, el sumidero de tiempo definitivo, el gran generador de endorfinas: el Quake III Arena. Tanto en solitario como en red, el Quake III Arena era una experiencia vertiginosa de la que nunca me llegué a aburrir (sí, me ha saltado el Quake II, menuda decepción de juego). Estaba tan enganchado al Quake III que desarrollé un programa en C++ que leía logs para calcular estadísticas. Todo este entretenimiento se lo recompensé años después a ID Software comprando el Doom III, que nunca llegué a jugar.

De esta época también data mi primera experiencia de juego online. El Ultima Online era un juego de rol online multijugador masivo permanente, lo que ahora se conoce como MMORPG. Me pasé un verano entero jugando con amigos en servidores no oficiales, que cuando se caían se llevaban consigo todos los avances conseguidos hasta ese momento. La experiencia de jugar con otras personas, no bots, y poder hacer mucho más que pelear fue toda una revolución para mí. Me lo pasaba igual de bien yendo de caza a mazmorras con el clan como pelando ramas para hacer flechas con las que subir mi habilidad de fabricante de arcos, hasta que conseguí hacer los Elvish Bow Mastercraft 100%. Aun con sus vetustos gráficos 2D, el inevitable lag por mi conexión de modem a 33 kbps, y la incertidumbre de cuándo petaría el servidor, esas noches de Ultima Online con el Clan MandaKarallo (sic) son quizá mi mejor experiencia como videojugador. Tanto es así que mis primeras publicaciones online fueron subidas a un foro de este juego, y fueron después rescatadas en este mismo blog.

Después de estos años de mucho videojuego llegó el final de la universidad, un primer empleo serio, unos años en Irlanda, mi boda, el traslado a Corea, dos niñas, otros empleos, el regreso a España... Una década y media sin contacto con videojuegos ni nada parecido (bueno, salvo algún escarceo como el Anipang) que se vio truncada en los últimos años con algunos juegos ya modernos.

Pantallazo del Magic Arena

Por la parte del PC, ahora portátil, probé el Magic Online pero no me gustó nada por la economía y la interfaz más propia de la Edad Media que del siglo XXI. El Magic Arena sí que me enganchó, y llevo ya dos años con este juego que cumple la muy sana función de quitarme el mono del Magic con cartón.

Por otra parte, la llegada de los smartphones abrió un nuevo espacio de ocio en el que se me han colado dos juegos. Al principio fue el Pokemon Go, un fenómeno global que me enganchó a mí también durante unos meses. Ya más recientemente, estoy disfrutando de un juego algo antiguo llamado Dead Ahead: Zombie Warfare, que compensa unos gráfico bastante cutres con una jugabilidad muy alta.

Pantallazo del Dead Ahead

Sin embargo, todos estos juegos modernos comparten tres puntos que me hacen verlos con recelo.
  • El primero es que no tienen un final claro. Es decir, hace 20 años el punto central de un videojuego era la campaña monojugador, la cual tenía un punto final definido. El modo multijugador era accesorio y servía más que nada para seguir disfrutando del juego una vez completado. Ahora los juegos son sumideros de horas, en los que se va avanzando día a día pero carecen de un objetivo final. Esto no me gusta.
  • El segundo punto es la forma en que los juegos mantienen a sus jugadores enganchados a base de recompensas por acceder al juego con frecuencia. Desde regalos cada 4 horas a misiones que caducan a los tres días, casi todos los juegos incitan de alguna forma a jugar con una alta frecuencia. Esto sirve para que la base de jugadores no disminuya, pero por el otro lado aumenta la adicción y fomenta comportamientos poco sanos. Esto directamente me disgusta.
  • El último punto es la economía. Antes te comprabas un juego (o lo "conseguías") y podías jugar hasta que lo considerases oportuno. Ahora la mayoría de juegos son "gratis", así entre comillas porque esconden un gran truco en forma de minicompras dentro del juego. Puedes jugar sin gastar ni un euro, pero si quieres avanzar más rápido, tener acceso a equipos especiales más poderosos, o personalizar tu aspecto, tienes que pasar por caja y empezar a gastar dinero real. El gran problema de esto es que no hay límite al dinero que se puede gastar. Los juegos abusan de esto con un delicado equilibrio entre mantener una gran masa de jugadores que no pagan, para que el juego sea popular, y atraer un cierto número de "ballenas" que se gastan grandes cantidades, para que el juego sea lucrativo. Esto, más que disgustarme, me parece reprobable y para nada ético.

Bueno, como de costumbre me ha salido un post bastante más largo de lo que pretendía. Espero que te haya resultado entretenido y no olvides dejar un comentario con tu experiencia y opinión sobre este tema.
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