Mi primera visita a Alemania
En mi trabajo en España viajo bastante, pero casi siempre son viajes en coche dentro de Galicia para visitar clientes. Eso y algunas visitas a Lisboa y Madrid. Aparte de esto, los dos únicos viajes reseñables fueron el congreso en La Haya del año pasado y una visita que hice a un pueblecito de Alemania recientemente. El sitio en cuestión es una pequeña localidad cerca de Leipzig que me gustó mucho. Que la visita tuviera lugar en lo mejor del verano seguro que ayudó.
El viaje comenzó muy temprano con un vuelo de Oporto a Frankfurt, continuó con 3 horitas por las autopistas alemanas (sí, es cierto, hay tramos sin límite de velocidad y BMWs que los aprovechan) y terminó con el check-in en un hotel pequeño y simple como el pueblo al que da servicio. Como era temprano, salí con mi acompañante a dar una vuelta por los alrededores. No sé si nos sobró tiempo o nos faltó pueblo, pero en una horita ya habíamos recorrido todo lo recorrible y regresamos al punto de partida.
Lo más bonito era sin duda un lago que me pareció tan bonito que por un momento me sentí como si estuviera de vacaciones. Supongo que es el efecto de no haber vivido nunca cerca de un lago, pero este me resultó memorable. Los patos, tan abundantes como mansos, seguro que también contribuyeron a la sensación.
Cerca del lago había un bosque de árboles centenarios por el que daba gusto pasear con calma. El único problema es que era más bien pequeño, y en un ratito ya estábamos de vuelta en la civilización. Y donde digo civilización me refiero a casas con tejados puntiagudos que daban a entender que ese fantástico tiempo soleado que disfrutábamos no es lo habitual todo el año.
Aparte de esto, una gasolinera y nada más. Y nada menos, añado, porque no me importaría pasar una semana en ese lugar para liberarme del estrés acumulado. Que sea en verano, eso sí.
De regreso al hotel conseguimos que nos dieron de cenar tras insistir un poco, porque según ellos ya era tarde pese a que mi reloj no marcaba ni las siete. Tras una cena mucho mejor de lo esperado, volví al lago para disfrutar del anochecer. Y allí estuve oteando el horizonte hasta que los mosquitos superaron en número a los patos y me lo tomé como una señal de que era mejor ir a dormir unas horas.
Al día siguiente, una visita matutina y antes de darnos cuenta ya estábamos conduciendo de regreso. Como no íbamos mal de tiempo, paramos en una ciudad llamada Gotham para comer y dar una vuelta. Para la comida conseguimos dar con el único restaurante alemán entre una maraña de italianos, pero para mi pesar no había codillo. Me aprendí la palabra schweinshaxe para nada, porque tuve que volver sin completar la misión de probar el único plato alemán que llevaba recomendado.
Sobre la vuelta tampoco hay mucho que contar. Según internet, el mayor atractivo del lugar es un museo dedicado al negocio de los seguros, pero no estábamos preparados para algo tan emocionante y nos lo saltamos.
Una vez en el aeropuerto, tocó repetir el primer párrafo pero al revés: vuelo a Oporto, dos horas de coche hasta casa y llegada casi tan temprano como había salido un par de días antes.
Al final, lo que recordaré de este viaje son dos cosas: los patos del precioso lago que demostró que Alemania es hermosa, y las cervezas rubias y frescas que confirmaron que su fama es merecida.
Como punto y final, decir que fue un viaje agradable en compañía de un compañero divertido. Espero regresar en algún momento, a ver si consigo hincarle el diente a un buen schweinshaxe de una vez.
Gracias por volver a escribir artículos.
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